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Nos sobran ovarios, pero son nuestros


Un artículo de Concha Solano

La cuestión del aborto voluntario ha sido uno de los temas más controvertidos en la historia de España, un Estado en el que el peso de la Iglesia Católica ha sido determinante y todavía hoy lo sigue siendo.

La trayectoria histórica de la legislación en torno al aborto ha ido fluctuando de forma paralela a los cambios políticos que se han ido produciendo durante el siglo XX y XXI. Durante la Segunda República Española, se despenalizó el aborto, siendo Ministra de Sanidad Federica Montseny. Posteriormente, la Guerra Civil impidió el desarrollo de la ley para ser prohibido durante el franquismo. Esta prohibición duró hasta el año 1985, ya bien entrada la democracia, con la entrada en vigor de la Ley Orgánica 9/1985, en la que se despenalizó su práctica únicamente en tres supuestos: el aborto eugenésico, por malformaciones o taras físicas o psíquicas en el feto; en el caso de que el embarazo se hubiese producido como consecuencia de una violación; y cuando hubiese un riesgo grave para la salud física o psíquica de la mujer en cuestión. No fue hasta el año 2010, con la aprobación de la Ley Orgánica 2/2010 de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción voluntaria del Embarazo, que se consiguió (ya era hora) que sea la mujer la que tome la decisión libre sobre la interrupción de su embarazo, sin la intervención de terceros, durante las primeras 14 semanas, y ampliándose a las 22 semanas en el caso de “graves riesgos para la vida o la salud de la madre o del feto”.

La historia, al parecer, no acaba aquí. El gobierno del Partido Popular, con Gallardón a la cabeza y erigido portavoz, está llevando a cabo una cruzada junto con la Iglesia Católica y los grupos denominados Pro-vida para recortar unos derechos, en plural, no sólo el derecho a ser madre o el derecho a no serlo, que no están justificados por su manido discurso de la crisis económica, a no ser, claro está, que pretendan hacernos volver al campo de lo doméstico, de lo reproductivo, cargadas de hij@s, apartándonos así del mundo laboral formal, y por ende, de las gruesas cifras de desempleo. Así lo demuestran los últimos acontecimientos, la anunciada reforma de la actual Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción voluntaria del Embarazo y la celebración, el día 24 de marzo, del Día Internacional de la Vida, en el que diversos grupos pro-vida, junto con la iglesia Católica, organizan una serie de eventos para hacer ruido y sacar a la luz pública un discurso basado en mezclar churras con merinas, el viejo truco de juntar y remover, manipular a la opinión pública gracias al despliegue de medios a su alcance, quién sabe, si sufragados por el erario público, con el dinero de todas a las que nos están despojando de nuestros úteros, de nuestro derecho a la propiedad sobre nuestro propio cuerpo.

Estos tipos de recortes resultan claramente discriminatorios. Discriminan por razón de sexo, de edad, de condición social o cultural. De hecho, estos recortes nos afectan exclusivamente a las mujeres, a las que están en edad reproductiva y a las que lo estarán en un futuro, nosotras, nuestras hijas, nuestras nietas y, en particular, a aquellas que carezcan de recursos económicos para poder sufragar los gastos de una interrupción de embarazo voluntaria, en unas condiciones sanitarias óptimas. Pero, de manera muy especial, afectará a todas aquellas mujeres que vivieron los años de la clandestinidad, que quizás ya no estén en edad fértil, pero que se vieron obligadas a vivir un aborto clandestino, o a llevar a término un embarazo no deseado, propio o ajeno. Estas mujeres saben, por propia experiencia marcada a fuego en sus propias carnes, lo que en estos momentos nos estamos jugando.

Estos derechos nos los quieren arrebatar cuando apenas habíamos conseguido que se plasmaran en papel, que no era mas que papel mojado. Un discurso políticamente correcto que, en la práctica, nunca se ha llegado a materializar, porque no se han modificado las estructuras que sustentan las desigualdades de género, basadas en una red continua de dicotomías excluyentes. Estos derechos, derechos humanos, inalienables, como son el derecho a la libertad, a la autodeterminación, a la autonomía personal, a la integridad física y moral, a la salud, a la salud sexual y reproductiva, el derecho a ser madre, que lleva implícito el derecho a no serlo, van a ser recortados a las mujeres exclusivamente porque están directamente relacionados con una de las posibilidades de nuestros cuerpos: la capacidad de producir vida. Un cuerpo despojado, un cuerpo que habitamos pero que nunca nos ha sido propio, un territorio colonizado por otros para ser explotado por un sistema que nos ha venido dado a todas y a cada una de nosotras.

Este ataque a este territorio tan íntimo, como es nuestro cuerpo, es una de las manifestaciones más brutales de violencia de género institucional por parte del Estado. Es otra de las formas posibles de terrorismo de Estado, un feminicidio dirigido y orquestado por un modelo de Estado que no puede legitimarse con su discurso del bienestar y que precisa sustentarse con el uso y disfrute de la violencia, a través la represión de cualquier tipo de disidencia o de resistencia.

Este sistema se lo come todo a través de sus múltiples e invisibles redes y nos hace creer, a través de sus leyes arbitrarias impuestas por la fuerza o fruto de la manipulación, que es propietario legítimo de todo cuanto hay en el planeta y a todos los niveles, macro y micro. Los océanos, la tierra, el espacio, y a todos los seres que en ella vivimos, animales y plantas, a los seres humanos, nuestras ideas, nuestra creatividad, nuestras mentes y nuestros cuerpos. Un sistema que agoniza mientras esquilma todos los recursos, desde el agua hasta nuestra capacidad de producir vida.

Esta lucha no sólo nos afecta a nosotras, a aquellas que tenemos un útero, pero también a aquellas otras que se sienten y se viven nosotras, y a ellos, a todos aquellos hombres que nos quieren libres e iguales, a todas aquellas y aquellos que sabemos que ser hombre o mujer es algo que se enseña y se aprende y, por lo tanto, puede ser deconstruido. Esta lucha no es sólo posible, también es necesaria. Esta lucha no es sólo simbólica ni discursiva, también supone un cuerpo a cuerpo, en el que, quizás, tengamos que poner en primera línea de fuego nuestros ovarios. Y, de eso, vamos sobradas.

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